Textos & Ensayos: Néstor García Canclini
Dr. Néstor García Canclini
DONDE NOS PONEMOS
Por Néstor García Canclini
Es un fenómeno internacional, pero lleva nombres locales: cantegriles en Uruguay, ciudades perdidas en México, favelas en Brasil, villas miseria en Argentina. Estos asentamientos populares, como se los llama en la sociología urbana, tienen como origen común haberse creado en todas las grandes urbes y en centenares de ciudades medianas de América Latina a partir de los años 40 del siglo pasado. La industrialización atrajo migrantes del campo, que primero fueron ubicándose en barrios pobres de los centros urbanos y luego ocuparon terrenos periféricos.
La experiencia cotidiana y la difusión de los medios nos habituaron a que el paisaje urbano incluya vastas zonas de construcciones precarias, servicios escasos y propensión a catástrofes (inundaciones, deslaves, terremotos). Por el volumen de población que abarcan –en muchas ciudades más del 50 por ciento de viviendas- estos asentamientos “irregulares” se volvieron la imagen más elocuente de la pobreza y la desigualdad. Más que la documentación de la vida en las fábricas o de los trabajos informales en las calles, son estos “campamentos”, como se los nombra en Chile y otros lugares, los que representan los desniveles de desarrollo y la dura exclusión de nuestras sociedades. A la vez, películas como La virgen de los sicarios, Ciudad de Dios y muchas otras, centenares de programas televisivos y videos en YouTube instalaron la idea de que estos asentamientos son sedes del narcotráfico y la mayor violencia. El imaginario colectivo ha convertido a estos barrios pobres en postales representativas de ciudades como Río de Janeiro (Muxica, 2011), donde las agencias de viajes ofrecen a los turistas “favela tours” (Jaguaribe, 2007).
Aun en los libros de ciencias sociales y en el periodismo de investigación los datos se limitan al porcentaje de hogares precarios, el número de miembros que los componen, los índices de desempleo y de ocupaciones informales, los debates sobre el uso del suelo. Salvo por algunos estudios etnográficos, desconocemos sus modos íntimos de sobrevivir. Los planes gubernamentales se ocupan de mejorar las calles o las casas, suministrar agua y luz, u ofrecer programas de “viviendas sociales” (como si las de otros sectores no lo fueran). Es excepcional que las investigaciones y las acciones públicas nos proporcionen la información necesaria para trascender los estereotipos, los prejuicios que refuerzan la discriminación.
¿Por qué muchos pobladores se niegan a aceptar viviendas de mejor calidad en otras áreas de la ciudad? ¿A qué se debe la violencia de sus reacciones en algunos casos? ¿Cómo viven en esas condiciones distintas generaciones? ¿Cómo se ven a sí mismos?
Dentro de la propia casa
Las fotografías tomadas por Andy Goldstein en asentamientos populares de 14 países latinoamericanos dan información valiosa para responder estas preguntas. Al entrar en las casas, accede a la cotidianeidad propia de esos pobladores. Al dejar que ellos elijan dónde ubicarse y cuándo pueden ser fotografiados, nos hace participar de su mirada.
La población donde comenzó el proyecto se llama Nicole. Se encuentra a 20 kilómetros del centro de Buenos Aires por donde está el “cinturón ecológico” de la ciudad. ¿Por qué ese nombre? Nicole quiere decir ni colectivos ni colegios. La foto del interior de la vivienda muestra otras carencias; los muchos objetos acumulados no están guardados en muebles sino en bolsas de supermercado; cartones y plásticos hacen de alfombras o cortinas. La foto tomada en un instante de 2010 habla de una larga historia de soluciones improvisadas.
¿Sólo improvisadas? Los estudios socioantropológicos que combinan lo cuantitativo y lo cualitativo, el desorden y las reglas de los espacios urbanos, muestran que también en la ciudad autoconstruida puede leerse una “domesticación del espacio”, o sea series de intervenciones paulatinas dirigidas a la “transformación de una parte de la naturaleza en territorio; un espacio organizado y significado colectivamente, mediante procesos socioculturales”. El poblamiento por autoconstrucción no es un caos, ni surge de los azares de la espontaneidad. “Además de ser el resultado de precisas constricciones sociales y económicas, es un proceso sociocultural de producción de un orden socioespacial específico” (Duhau y Giglia, 2008: 329 y 330). Las viviendas revelan cómo los habitantes interpretan el lugar donde se asientan, cómo ensamblan sus hábitos rurales con la implantación urbana. El largo trabajo de apropiación y domesticación de un espacio para volverlo propio vuelve comprensible que sientan apego hacia su casa y su entorno.
Esa historia es la que suele quedar oculta. El resto de la sociedad y los discursos mediáticos tienden a esconderla. En un texto de 1984, titulado “La hipocresía argentina”, Jorge Luis Borges coleccionó “eufemismos pomposos”: recordaba que a las casas del centro de Buenos Aires, por ejemplo “en la esquina de Charcas y Maipú”, donde se amontonaban varias familias, no querían decirles conventillos quienes negaban esa pobreza; a los porteros de los edificios se los denomina encargados; “a los basurales cinturón ecológico”; “a los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miseria, se les llama ahora “villas de emergencia” (Borges, 1984: 275). Las fotos amplias, minuciosas, de Goldstein no se ocupan de la vastedad en apariencia uniforme de la villa, sino de la acumulación de penurias y de objetos con que cada familia viene intentando desde hace mucho suplir lo que le falta. Revelan que más que emergencia se trata de privación sistemática.
La hipocresía y el encubrimiento ocurren también en los otros países registrados en este libro. Tantas veces se ha distorsionado esa vida “marginal” (otro eufemismo para arrinconar a las mayorías) que los pobladores son reacios a que se los fotografíe o a dar información. Cuando iba planeando su trabajo, Goldstein se preguntaba “¿cómo entro a esos asentamientos, y sobre todo cómo salgo?” Más difícil aún es si se quiere comparar países. “¿La pobreza es una sola o hay muchas versiones?” Recurrió entonces a la organización no gubernamental TECHO, que trabaja en 19 naciones.
Si le interesaba captar la diversidad, había que registrar los contextos donde se aglomeran brasileños, colombianos, costarricenses, ecuatorianos, guatemaltecos o mexicanos. ¿Por qué no tomar entonces fotos de las calles, documentar la geografía de cada barrio, los modos de batallar con la selva, la montaña o la aridez al construir? Ya otros fotógrafos se detuvieron en la adversidad natural y en la implantación urbana. En las imágenes para esta serie la pregunta fue cómo se vinculan las personas con sus hogares.
Cuando entrevisté a Goldstein me contó que algunos escenarios externos lo habían impactado. En Perú, entre las colinas de El Arenal, lo impresionó el cementerio y cuando conversamos aún no había decidido si iba a incluir la foto que le tomó. Pero la peculiaridad de este trabajo es averiguar lo que dice sobre las familias la escena doméstica. Una joven brasileña de pie junto a la cama donde están sentados, en el nivel más alto, cuatro niños de edades cercanas, a su derecha una montaña de ropa apilada, a la izquierda vajilla y objetos de limpieza. En otra foto, una mujer sola, de más edad, rodeada por un televisor, varios equipos de sonido, instrumentos musicales que sugieren otros habitantes ausentes, trabajos diversos. En muchas imágenes mujeres solas con hijos, en otras también el hombre sosteniendo a un bebé (El Recuerdo, en Colombia), sentados en una de las tres camas, la hamaca cargada con objetos y varios muñecos que cuelgan del techo, todo repleto como si ya no entrara nada más. Es lo que pudieron llevar al salir de Caquetá, desplazados por el conflicto armado.
En Cuenca, Ecuador, siete niños solos, seis de ellos con sombreros dentro de la casa, bajo techo, uno acostado, debajo de las cobijas: el sombrero como elemento identitario, no sólo recurso para protegerse en el exterior. El entorno hogareño exhibe en otros casos diferentes referencias de identidad: cuadros con paisajes y fotos familiares ordenados en la misma serie (Mirador de Oriente, de Honduras), tatuajes (Nicaragua, Perú), iconografía religiosa.
Hace décadas que es un lugar común de las “explicaciones” sobre la pobreza la crítica a que posean televisor u objetos supuestamente suntuarios quienes carecen de una vivienda satisfactoria. En muchas de estas fotos abunda el equipamiento electrónico. En una vemos tres televisores y varios equipos de sonido con grandes bocinas antiguas, que hacen suponer una compra de segunda mano. ¿Todos funcionan? Como sabemos que los habitantes de cada casa eligieron dónde posar, cabe inferir que quisieron ser tomados con esos signos de identidad, que en varias escenas ocupan lugares centrales de la vivienda.
Retratos de las personas y retratos de las casas, de las cosas, de lo que han podido reunir dentro de viviendas de madera u otros materiales precarios insuficientemente cerrados, con hendijas o huecos por donde se filtra la luz. Allí hay, sin embargo, modos de atesorar lo que sí pueden conseguir. Salvo las fotos de Haití, las únicas que muestran ambientes despojados, sin muebles ni aparatos, las tiendas de palos y lonas o plástico improvisadas después del terremoto del 12 de enero de 2010.
La mayoría de las fotos no representan una precariedad circunstancial reciente, sino un modo de vida del que no pueden salir, una historia de elecciones en el consumo, formas de organizar con lo que se tiene el único espacio donde se duerme, se come, se disponen los objetos, los recuerdos, los aparatos que permiten disfrutar música, informarse y entretenerse. Acumular y guardar: una historia dilatada, que saben ver también como su horizonte de futuro.
A diferencia de las artes narrativas, como la novela y el cine, se ha dicho que la fotografía se concentra en captar lo instantáneo. Su riesgo es deshistorizar, como las fotos turísticas de escenas en playas y montañas que sustraen el momento vacacional del proceso que lo antecede. Sin embargo, desde el comienzo de la fotografía se la relaciona con la temporalidad: quizá no haya comentario más frecuente ante las fotos que la observación de los años transcurridos, de lo jóvenes que éramos en aquélla época. A fines de la década de 1830, cuando la fotografía comenzaba, William Fox Talbot hablaba de la aptitud de la cámara para registrar “los ultrajes del tiempo”. Susan Sontag escribió que fotografiar es una empresa dedicada a “transformar la realidad en antigüedad” (Sontag, 1981: 90).
Otra posible manera de mostrar que las fotos no están condenadas a hablar del instante en que se las toma se halla en las que captan escenas que condensan procesos. Vale la pena detenernos en el espesor de las fotos de Goldstein, en el método con el que nos desacostumbra a lo que habíamos pensado, haciéndonos mirar lo que está dormido entre las cosas.
Quién decide la imagen
Para lograr hacer un inventario tan elocuente de la compleja diversidad de las viviendas populares y de sus habitantes el fotógrafo recurre a dos procedimientos. Uno es tecnológico: toma la escena por fragmentos, como si fuera un damero, a fin de calcular la exposición y sobre todo el foco para ese pedazo de la imagen: “cuando hay planos muy diversos, como en cualquier espacio cerrado, hay un plano que está muy cerca, o muy al costado, yo puedo ir dando foco parcial a cada uno de esos trozos. Y después un software especial ensambla cada uno de esos trozos en una sola imagen”. Trabaja la escena en cada detalle para que la totalidad no jerarquice sólo lo que está en el foco, como ocurre cuando hacemos un único registro. Todo significa, las personas situadas en el centro y el niño que se esconde detrás de un mueble o el que está de espaldas hurgando en el cajón, los muebles protagónicos y los objetos dispersos por el piso o el techo, la imagen de la televisión principal y la de otra pequeña en el fondo, cada rostro, cada cuerpo, en su densidad, tanto los que están adelante como los que eligieron un lugar secundario.
El otro recurso se forma en la interacción con los habitantes de la casa. Cuando ellos preguntan dónde ponerse, Goldstein responde “donde ustedes quieran”.
-¿Cuánto depende, en un retrato, de la decisión del fotógrafo y cuánto del retratado?
- Yo creo que es dialéctico. Es una relación de dos. Es, en el mejor de los sentidos, como hacer el amor. No hay uno que lo puede hacer solo sin que se establezca un vínculo afectivo.
Los modelos eligen el lugar, la posición, a veces se cambian la ropa, ordenan el entorno, y la “foto se va armando, inclusive con un perro que se pone donde se tiene que poner”. Detectado el sitio, con la única condición del fotógrafo de que tenga potencial de iluminación y para ubicar la cámara, éste escoge el ángulo y el encuadre para asegurarse de que lo que va a documentar aparezca organizado, no confuso.
Además de proponer imágenes no habituales de los asentamientos populares concentrándose en el interior de las casas, esta investigación fotográfica realiza un giro en una de las prácticas más antiguas de este medio: el retrato. Una de las contribuciones mayores de la foto a la historia de la cultura, o a la “estética de la simulación” (Baudrillard, 1970:168), es evidenciar como evolucionaron las poses en distintas clases sociales: de los decorados teatrales con fondos de bosques, jardines y fuentes a los monumentos, columnatas, balaustradas, cortinas, bibliotecas y flores artificiales. A los pobres casi nunca se les permite posar; sólo en las últimas décadas cuando la difusión barata de las cámaras y los celulares los habilita a documentarse entre ellos. El arreglo personal y la acomodación de la casa no estuvieron ausentes en esta serie, pero Goldstein favoreció también las poses de los objetos, lo que ellos dicen sobre lo que los habitantes tienen o acaban de conseguir.
Me impresionó el número de fotos que Goldstein toma. Tanto fotógrafos como cineastas discuten la cantidad de tomas en relación con el resultado final, si hacen 5, 10 o 20 de cada escena. Un famoso fotógrafo mexicano me contó que cuando hacía retratos, antes de la época digital, “registraba” 20 o 30 fotos sin que la cámara tuviera rollo para que las personas se distendieran. Goldstein toma cinco en cada asentamiento.
¿Por qué no capta mayor número de fotos, incluso en lugares exteriores a las casas?A lo largo de la entrevista, deslizó varias posibles explicaciones. Una es que un barrio incluye muchos contextos y por eso las fotos en exteriores dispersarían la identidad de los retratados en una diversidad de sentidos; en cambio, en los hogares es mucho más precisa la relación de las personas con su ámbito identitario específico. Por eso, reaccionan de distinta manera fuera o dentro de sus casas. El fotógrafo elige la familia teniendo en cuenta su “aura de verdad”, lo que sugieren las personas que van a posar, que el ambiente “tenga alma, esté vivo”. Esa intuición u oficio, que le hace sentir “que late”, le da una certeza como para pensar: “con esas cinco fotos me puedo ir de Honduras”.
Goldstein realizó antes otro proyecto de retratos, Gente en su casa. Le interesó explorar de qué modo se presentaban ante la cámara, qué estética o mandatos culturales descubrían 16 hermanos, 13 inundados, 7 psicoanalistas, 4 porteros y 6 bailarines. Las fotos son analógicas y están en blanco y negro. En Vivir en la tierra el registro fue digital y en color. Entre 1984, cuando realizó el primer trabajo, y 2010-2011, años del segundo proyecto, los cambios tecnológicos fueron permitiendo manejar de modo más sofisticado los tonos, las luces, las sombras, los claroscuros.
La abundancia de los pobres
En Gente en su casa predomina cierta monotonía, un monocromatismo de la vida, del lugar, que podría imaginarse como permanente. En la serie más reciente la diversidad y la trayectoria se expresan con énfasis cromáticos. El color es indispensable para visualizar el abigarramiento de objetos, la saturación del espacio y la dominancia tonal de cada zona de los hogares. Se aprecia la fascinación por la riqueza de las tonalidades tanto en la decisión de documentar lo cercano y lo lejano, cada fragmento como protagónico, como en dejar que se expresen y vibren los colores de las ropas, las marcas comerciales de las cajas, el deterioro de las paredes y las telas, la luminosidad de las pantallas televisivas y de los juguetes.
Pese a esa variedad la mayor parte de las fotos muestran coincidencias en la estética de la precariedad. Se salen de esta afirmación las desoladas imágenes de Haití, en las que prevalecen las lonas azules y un interior sin muebles, con dos o tres objetos recién obtenidos: la mochila, el garrafón de agua, la cobija donde duerme el niño. En el resto, aparece lo que algunos antropólogos han llamado “la abundancia de los pobres”: vajilla de plástico multicolor, ropas colgadas, papeles decorativos, bolsos y cestos de artesanía con tejido complejo junto a artefactos electrónicos, la historia de lo que han podido recolectar y con la que quieren mostrarse. En ese orden doméstico, entre los bienes indispensables y los pocos objetos obtenidos por gusto, habitan su único espacio propio. La estética no es simplemente la de la carencia, sino la de lo construido y almacenado en una larga fragilidad. Para una mirada que no sea folclórica ni ingenuamente documental el interior de la morada concentra una elocuencia que se dispersaría si pretendiera abarcar el barrio.
El conjunto de objetos hogareños es su patrimonio: un acervo cuya abundancia, su mezcla de elementos tradicionales y modernos, no sorprende si sabemos que muchos barrios están en los bordes de las ciudades, como la casa de Xochimilco situada en las chinampas, pequeños islotes dedicados al cultivo, cuya apreciada y antigua técnica agrícola hizo que la UNESCO las proclamará otro tipo de Patrimonio –de la humanidad- en 1987; sus habitantes, que se internan diariamente en la gran metrópoli para trabajar, ocupan viviendas de lámina y tabique en las que vemos convivir a la Virgen de Guadalupe, fotos de ceremonias familiares, el televisor, múltiples calcomanías recogidas en la ciudad y pegadas en los muebles haciéndolos un museo personal.
Podría hablarse, a partir de estas semejanzas entre viviendas de muchos países, de algo así como una integración latinoamericana subterránea, de una globalización no hegemónica o alterna de la vida popular hecha con retazos de los aparatos, las marcas y los símbolos transnacionales. Como vienen señalando algunos analistas de la globalización, en paralelo al encadenamiento mundial de las políticas económicas, las finanzas y las industrias comunicacionales existen sectores excluidos, mercados negros o alternativos, migrantes ilegales y movimientos sociales de diversas nacionalidades que se articulan también globalmente. Gustavo Lins Ribeiro, por ejemplo, analiza cómo el “sistema mundial no-hegemónico” o “globalización desde abajo” se manifiesta en megacentros comerciales como Ciudad del Este (frontera de Brasil y Paraguay), en Dubai y en San Andresitos, Colombia, donde conviven productos de marcas estadounidenses y europeas falsificados en Taiwán, Singapur o China, así como el español, el portugués, el árabe, el cantonés, el inglés y el coreano (Ribeiro, 2008). Los nuevos modelos de negocios transfronterizos y de interculturalidad se expresan en la estética entremezclada de muchos mercados populares en todo el mundo y también en el orden visual de estas casas en las que vemos a los Simpson en la televisión, carteles de una feria textil, bolsas y recipientes con logos nacionales y extranjeros, iconografía religiosa y profana de muchas procedencias. Son aplicables a los hogares dos nociones que Saskia Sassen acuñó para definir la topografía económica y cultural de la informalidad urbana: “amalgama de varios circuitos” y “espacios de intersección” (Sassen, 2005:83 y 84).
Fuera de los barrios con casas bien construidas, donde existen diferentes ambientes para comer, dormir, trabajar o ver televisión, existe otro orden de los hogares. Esa organización alterna también muestra analogías que trascienden las naciones. Los habitantes de un monoambiente rudimentario hacen coexistir con sentido las actividades de sobrevivencia y ese sentido se parece en las múltiples periferias. Seguramente, un análisis antropológico y visual de la estructura urbana de estos asentamientos, de los modos de batallar con distintas orografías y dificultades ambientales, es necesario para detectar mejor las semejanzas y diferencias entre estas poblaciones. Pero también la intimidad proporciona pistas para entender lo social, y aún lo trasnacional.
Las fotos de Andy Goldstein, como otros trabajos de antropología visual, revelan que podemos saber más de los sectores a los que no se les deja lugar en las ciudades, si aceptamos que elijan dónde ponerse y tratamos de mirar las tácticas, los recursos, el sentido que emerge de lo que hacen con su escasez.
Néstor García Canclini
Texto que acompaña la primera edición del libro Vivir en la tierra.
Edhasa-Blume, Buenos Aires. 2012, Barcelona 2012
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Bibliografía
Baudrillard, Jean (1970), La société de consommation. Paris: Gallimard
Borges, Jorge Luis (1984) “La hipocresía argentina”. En Borges, Jorge Luis (2011) Textos recobrados 1956-1986. Buenos Aires: Sudamericana
Brillenbourg, Alfredo; Feireiss, Kristin y Klumpner, Hubert (eds.) (2005). Informal City. Caracas Case. Slovakia: Prestel /Caracas Urban Think/ German Federal Cultural Foundation.
Duhau Emilio y Giglia Angela (2008). Las reglas del desorden: habitar la metrópoli. México: Siglo XXI
García Canclini, Néstor (1985). “Estética e imagen fotográfica”. Revista Casa de las Américas, N° 149, págs. 7-14.
Goldstein, Andy (2011) Gente en su casa. Buenos Aires: La Marca Editora
Guidieri, Remo (1989). La abundancia de los pobres: seis bosquejos críticos sobre la antropología. México: Fondo de Cultura Económica.
Jaguaribe, Beatriz (2007). “Favela Tours: o olhar turístico e as representações da realidade”. En Jaguaribe, Beatriz, O choque do real: estética, mídia e cultura. Río de Janeiro: Rocco
Lins Ribeiro, Gustavo (2008). Otras globalizaciones. Procesos y agentes alter-nativos transnacionales. Alteridades, año 18, N° 36, págs.175-200.
Muxica, Luz Santa María (2011). La favela como espacio de exclusión social en la ciudad de Río de Janeiro. EURE, vol. 37, N°110, págs. 117-132.
Sontag, Susan (1981). Sobre la fotografía. Barcelona: Edhasa
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Currículo
Néstor García Canclini es Profesor Distinguido en la Universidad Autónoma Metropolitana de México e Investigador Emérito del Sistema Nacional de Investigadores de México. Ha sido profesor en las universidades de Austin, Duke, Stanford, Barcelona, Buenos Aires y Sao Paulo. Fue también consultor en temas de cultura y desarrollo de la UNESCO, el BID y el Convenio Andrés Bello. Es autor, entre otros libros, de Consumidores y ciudadanos, Cultura y comunicación en la Ciudad de México y Las industrias culturales en el desarrollo de México. Obtuvo la beca Guggenheim, el Premio Casa de las Américas y el Book Award de la Latin American Studies Association por Culturas híbridas, considerado en 1992 el mejor libro sobre América Latina. En 2002 recibió el premio de ensayo literario hispanoamericano Lya Kostakowsky de la Fundación Cardoza y Aragón por su libro Latinoamericanos buscando lugar en este siglo. Entre sus obras destacan también La globalización imaginada, y Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad traducidas al inglés, portugués, francés e italiano. Su más reciente libro es La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, publicado por Katz Editores.