LAS SERIES: LA MUERTE DE LA MUERTE (1979)
En 1978, viajé a México para participar del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía organizado y dirigido por Pedro Meyer. Al año siguiente, y bajo su influencia, realicé “La muerte de la Muerte”, un ensayo acerca de la fragilidad de la memoria, fragilidad que alcanza su expresión plástica en esos retratos grabados sobre esmaltes que en cementerios de diversos países presiden las tumbas: al principio adornadas y limpias, luego polvorientas, envejecidas y difuminadas hasta la evanescencia por el inexorable paso del tiempo.
Sin embargo, en la Argentina de 1979, sumida en la sangrienta dictadura militar, todo resultaba peligroso. Incluso hacer fotos por las calles era peligroso, así que me pareció que los pequeños y apacibles cementerios de pueblitos perdidos debían ser lugares tranquilos donde nadie me molestaría ni yo correría riesgo alguno. Ahora sé que era justamente en las fosas comunes de esos cementerios donde los militares enterraban subrepticiamente a los “desaparecidos”. En este sentido adquiere toda su dimensión la cita de Walter Benjamin que elegí para acompañar mi trabajo sin ser consciente de su carácter anticipatorio: …“El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos.”…
Ahora puedo entender en su plena dimensión las palabras de la fotógrafa y curadora argentina Sara Facio, quien al referirse a mi serie La muerte de la Muerte en la particular coyuntura de los sensibles años posteriores a tanta tragedia, afirmaba que “mostrar la imagen de una tumba abandonada hacía ver en ella la cárcel, la muerte y el olvido”. Pero yo en ese momento no lo sabía... Quiero decir que es indudable que la información ya estaba dentro de mí, aunque no aflorara a la superficie. ¿Lo sabía o no lo sabía? ¿Ezeiza, Río Cuarto y La Muerte de la Muerte están ligados? Es probable que las respuestas se oculten entre en los pliegues de la evidente carga metafórica que sostiene a toda obra artística.